Miércoles 11-11-09
ABC de Sevilla
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Rostand creó un personaje poliédrico, mitad histórico, mitad autobiográfico, y lo dotó de un alma hermosa y noble, tan grande como su nariz. Su amor por Roxane lo lleva a recurrir a la belleza del simple Christian para construir una tremenda ficción de la que nadie disfrutará: Roxane descubrirá finalmente que se enamoró de su palabra de amor, Christian sabrá que sólo fue un rostro bello, una breve ilusión, mientras él mismo es el único que puede atormentarse a placer, porque sabe que sólo puede aspirar al amor de su prima mediante la máscara del cadete o de las cartas. Por eso su personaje es el más rico, porque debe mostrar su amor verdadero fingiendo que es otro, debe negarlo hasta el final por nobleza, tiene que sacar pecho ante los nobles altivos y su ternura ante su prima. Los demás quedan como satélites de su alma atormentada, infatigable y arrebatadora.
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Alagna se embutió en el narigudo como un alter ego, haciendo olvidar el fiasco de sus «Pescadores de perlas» de hace unos meses: Cyrano no le hubiera permitido medias tintas: una voz constantemente arriba, permanentemente en «forte», con tremendos saltos interválicos capaces de castrar cualquier registro y una presencia persistente en escena hubiesen puesto en evidencia cualquier debilidad; pero no la había. El registro estaba preparado a conciencia, y la línea continua de canto, fluida e inasible, se escurría sobre el río heraclitiano que corría en el foso. Incluso su debilidad más patente, los (escasos) apianamientos, los sorteó con discreción, incluso seguidos de cascadas interválicas. Voz poderosa, sugerente, bien templada y asentada, e incluso permítasenos decir que «natural», a pesar de su necesaria impostación.
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La Manfrino también trabajó bien, pero su papel de dama de la media almendra le reportó pocas alegrías. Como en «Pescadores», empezó regular (sentada, que es mala manera de comenzar), con agudos algo desapacibles y sobrados de vibrato, de registro más hermoso en centro y graves, aunque más inaudibles. Pero el dúo de la carta le aportó una gran dimensión, y sus delicados «filati», su homogéneo registro y la tersura de su fraseo se imbricaron con el sentimiento contenido de Alagna. A Jorge de León lo hemos visto en otros roles, siempre convincentes, y aquí también; pero acaso evidenciaba una tensión —en carácter y registro— más allá de lo necesario, siempre dentro de un gran nivel. Nos gustaron mucho los graves atractivos y brillantes del joven Jean-Luc Ballestra, justo lo contrario de los más planos de Nicolas Rivenq como De Guiche. Destaquemos por último, el ágil Ragueneau de Corrado y la siempre segura y precisa voz de Mentxaca.
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El coro masculino estuvo compacto en las partes más homofónicas y algo más deshilachado en las más dispersas, como en el comienzo del acto II; el femenino cumplió dignamente en las más discretas conventuales.
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Una orquesta sin pulir
Guidarini dejó sin pulir el conjunto orquestal, excepto las cuerdas y la virtuosa arpa (a la derecha, por cierto), pero consiguió destacar muy bien algunos hallazgos timbricos de Alfano, así como ese íntimo carácter camerístico del último acto.
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Seguramente la producción pudo tener en origen un carácter de prueba, y debió contar con un presupuesto ajustado, así que resultó algo desigual, cuando no naïf; pero lo que nos sorprendió fue el seguimiento riguroso de la partitura por David Alagna, que Alfano se esfuerza tanto en detallar como otros «registas» en obviar; no fue el caso de Alagna, ya que serían infinitos los detalles que podríamos citar de su cuidado (y ya puestos podía haber hecho caer algunas hojas en el famoso final, que las cuerdas subrayan…). Y aunque no es habitual reseñarlo, subrayemos el trabajo de inteligibilidad de Rosalía Gómez ante la pléyade de traducciones irritantes. Por tanto Cyrano no estaba solo: estaba rodeado de bastantes mosqueteros.
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