La ópera de Alfano levantó anoche el telón en el Teatro de la Maestranza.
Cyrano de Bergerac es una de esas óperas de voces ante la que cualquier cantante con un poco de aprecio por su carrera se lo pensaría dos veces a la hora de afrontarla. La escritura de Alfano, temible y de una enorme dificultad, está sólo a la mano de unos pocos tenores. El siciliano Roberto Alagna es uno de ellos. No sólo es capaz de salir airoso del papel, también se le ve cómodo en el escenario. Lo que ya es decir.
Si en Los pescadores de perlas, ofrecida en junio en el Maestranza, el cantante pasó de puntillas a través de tics y diversos amaneramientos vocales, anoche, sin llegar al registro extremo de su instrumento, destiló emoción en cada escena, matizó la agógica de su papel a pesar de cierta tirantez en el agudo y trazó un carismático Cyrano, muy serio él, más caballero que bufón. Y sin embargo no llegó la ovación que quizá aguardaba.
En la ópera, por desgracia, los fuegos de artificio vocales siguen reinando pese a que Alfano, con su Cyrano totum revolutum (verismo, impresionismo, posromanticismo...) queda lejos del bel canto. Y si bien su conservadora música carece de la inventiva melódica de Puccini y nace marchita ya en el mismo año de su alumbramiento (...1936), la imponente orquestación que presenta esconde un trabajo que merece la atención prestada.
La partenaire de Alagna, la soprano Nathalie Manfrino fue una Roxana de notable intensidad dramática que pasó algunos apuros en los agudos y cuyo timbre, no siendo del todo convincente, entró en estilo desde primer momento. Christian, afortunado y maltrecho en su papel, fue el tenor Jorge de León, mucho más que una promesa, con un instrumento sólido pero con una dote actoral mejorable.
El elenco de secundarios mantuvo (Ballestra, Mentxaca...) el nivel alrededor de una ópera de un sólo tenor como es Cyrano. Y el Coro del Maestranza se pudo explayar metido en un entuerto dramático que soporta muy bien ciertas salidas de volumen, que en nada padeció la sección femenina. En cuanto al foso, el maestro Marco Guidarini evitó tapar con el caudal orquestal las voces y subrayó lo mejor de estos pentagramas (cuya esencia se concentra en el arrebatador dueto del último acto que, extrañamente, no alcanza la dimensión popular que se le presupone.
En cuanto a la puesta en escena de David Alagna, soberbiamente iluminada por Laurent Fleutot –es de justicia citarlo–, ésta no logra hayar un punto de encuentro entre tradición y modernidad. No es que deba existir forzosamente, pero un texto de sobra conocido como el de Cyrano debe prestarse a algo más que a una función didáctica y colegial de capas, espadas, sombreros, banquetes y hasta un caballo que nada pintaba allí. Menos mal que donde sí atinó fue en la dirección actoral, con grupos que se movieron con cierta convicción y una escena del balcón bien resuelta pese a su aspecto de folletín.
Viéndolo en perspectiva, el “humilde trabajo” (David Alagna dixit, ¡y tanto!) rezuma cartón piedra, carece de identidad (¿cuántas otras óperas podrían haberse ambientado perfectamente aprovechando estos decorados?) y a la postre, parece más polvoriento y anticuado que si Edmond Rostand (autor del texto original) lo hubiera diseñado.
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