El Maestranza sigue nutriéndose de producciones del Teatro de la Zarzuela para cumplir su única cita anual con nuestro género lírico. Habiendo apostado este teatro madrileño por la renovación del género para acercarlo a un público supuestamente más exigente y preparado intelectualmente que el de antaño, sorprende que este montaje de Luis Olmos, responsable también de La tabernera del puerto del año pasado, no haya sabido superar el sabor rancio que perjudica a la supervivencia de este género tan nuestro.
Como si de una compañía de cómicos ambulantes o una función escolar se tratara, asistimos a unas interpretaciones histriónicas y chillonas, con un concepto del movimiento escénico arcaico y ramplón. Su trama, absolutamente grotesca, no ha mejorado tras la actualización que han sufrido sus textos hablados, aunque sí se ha reforzado su vertiente humorística.
A todo esto tenemos que añadir unas coreografías más propias de programa de televisión que de un buen espectáculo teatral, y eso que nos consta que la intención haya sido la de epatar en todo momento con un montaje vistoso y grandilocuente. Hasta los decorados están por debajo de lo que se espera en estos casos, antojándose pobres en recursos y materiales.
Afortunadamente, el apartado musical es otra cosa. La dirección de Miguel Roa vuelve a extraer expresividad y lirismo de una orquesta en estado de gracia, a pesar de las limitadas posibilidades de una partitura que no resulta precisamente memorable, como sí lo son La revoltosa y El tambor de granaderos, también de Chapí.
Muy bien José Bros, a partir de cuya aparición la función adquiere más calidad y categoría, a pesar de que algunos agudos suenan forzados y en ciertos pasajes acusa exceso de nasalidad. Sensacional la mezzosoprano Nancy Fabiola Herrera, no en vano galardonada por este papel con el premio a la mejor voz de zarzuela en los Premios Campoamor. Su voz aterciopelada y perfectamente modulada, de amplio registro y recursos generosos, diseña una bruja tan antológica como la de Teresa Berganza. Los demás cumplen su cometido con solvencia, si bien las voces masculinas acusan una mejor dicción que las femeninas. El coro estuvo correcto, aunque en ocasiones algo apagado.
El centenario de la muerte de Ruperto Chapí (1851-1909) ha permitido la oportunidad de que el Maestranza dé a conocer una faceta poco conocida del popular compositor de Villena. El gran público lo suele asociar más con sus sainetes líricos y sus aportaciones al Género Chico, apartado en el que sin dudas dejó para siempre obras maestras. Pero no se conoce tanto al Chapí que siempre luchó, desde sus tiempos de pensionado en Roma, por aportar al teatro musical español una mayor complejidad argumental y musical en un intento de encontrar una vía intermedia entre la ópera (género en el que también se ocupó) y la zarzuela costumbrista.
En su tiempo (estreno en 1887), La bruja fue un enorme éxito en toda España, incluida Sevilla, donde sólo en 1889 se representó en el San Fernando, el Eslava y el Cervantes, según la investigación en curso de Andrés Vallés. El público pudo sin problemas identificar los códigos de la gran ópera a lo Meyerbeer, Gomes o Ponchielli, con cuya La Gioconda tantos paralelismos guardan fragmentos como el concertante final del segundo acto.
Dado lo ambicioso del estilo musical de esta zarzuela, se hace necesario contar con elementos familiarizados con el estilo de canto operístico, pues las exigencias vocales de los personajes principales son más que notables. Afortunadamente, anoche se pudo disfrutar de un conjunto de altísimo nivel, comenzando por un incomensurable José Bros que volvió a brillar en el Maestranza. La voz es clara, brillante y luminosa y se va agrandando conforme se afianza en el forte, proyectándose sin fisuras. Sólo se detectan ciertos tonos nasales cuando apiana, pero en general la voz de Bros va tomando cada vez más cuerpo y anchura, lo que, unido a su dominio del legato y del fraseo matizado y detallado, hace que escucharle sea cada vez un placer mayor. Estuvo vibrante en la jota y magistral en la romanza del segundo acto.
Nancy Herrera fue el segundo lujo de la noche. Fue Blanca/La Bruja en todos sus perfiles, con esa bellísima voz, todo terciopelo, que la caracteriza y con esa pasionalidad en la expresión que tanto seduce. Magnífico también el Inquisidor de Fernando Latorre, todo un raudal de voz muy bien colocada y proyectada como un cañón. Susana Cordón resolvió con gusto y gracia su papel, con voz muy ligera pero audible. El vibrato incómodo de Julio Morales y su afinación no siempre exacta jugó en su contra.
Pocos maestros hay hoy que sepan sacarle todo el jugo a esta música como Miguel Roa. Hizo que la ROSS sonase con brillantez en la jota y en el final del segundo acto y subrayó con sabiduría el tremolo de las cuerdas en la breve romanza de Blanca en el tercero.
La propuesta de Luis Olmos jugaba con la ingenuidad de los cuentos de hadas y con la comicidad de muchos pasajes, una dirección en la que marchaba también la escenografía. A veces se pudo detectar una tendencia a llenar en exceso el escenario de movimiento, como en el Romance morisco. Y confusa y amanerada la coreografía de la jota.
«La bruja» de Chapí.
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